martes, 3 de noviembre de 2015

Siempre nos quedará el TEA


Un mes. Hace un mes que no visito las exposiciones artísticas del TEA. Lo sé, todo un fracaso para una aspirante de diseñadora que se precia tanto como yo - aunque cabe comentar que prometo no posponer con tanto ánimo mi futura cita con el espacio tinerfeño de arte. 

No obstante, un día como este, al fin me he decidido a revelarle al mundo las fotografías del pasado 2 de octubre, cuando mis compañeras de carrera, Claudia y Haridian, y yo, decidimos pasarnos por las galerías del TEA y descubrir las novedades que el recinto ofrecía. 

La primera de ellas, Fauces, expuesta en la Sala B, pertenecía al artista José Manuel Ciria.


Sinceramente, esta no fue una de mis exposiciones favoritas. No obstante, me gustaría destacar la obra que señalo a la derecha de este párrafo, en la que los cuadros se hallaban depositados en el suelo e iluminados por pequeñas lámparas, que colgaban desde lo alto del techo; me pareció una técnica singular de exhibir las imágenes y de crear un ambiente específico. Por otra parte, me atrevería a afirmar que el color, al que le atribuyo el papel protagonista, irradia un sentimiento caótico e incluso agresivo, causado, en mi humilde opinión, por a la explosividad de las formas abstractas que salpican el cuadro.


En la Sala A, que fue la segunda exposición en la que nos sumergimos - y nunca mejor dicho - hallamos Cristales de Ultramar, de José Carlos Cataño. 




El siguiente cuadro cautivó mi atención por completo. La serenidad del paisaje y la figura curvilínea, tan grácil y elegante de la dama que aparece en primer plano me enamoraron, bien por la melancolía que transmiten sus gestos, o por la profundidad del color y el contraste entre tonos claros y oscuros.




Por último, he aquí la pieza más fascinante de la exhibición: el Aedificador, reflexiones sobre lo urbano de Javier de la Rosa, ubicado en el Área 60 del TEA. 


Se trataba de una construcción realizada enteramente a base de cajas de cartón que recubrían las paredes de la sala en la que se exponía, y que formaban un pequeño laberinto, casi un Merzbau dadaísta, cuya intención era criticar el exceso industrial y comercial en las calles. Ciertamente, una vez dentro, la atmósfera se volvía pesada y agobiante, causándonos una sensación que rozaba la claustrofobia. Miraras adonde miraras, el aburrido color del cartón predominaba las vistas y la salida se convertía en la meta del recorrido, puesto que unos minutos en el interior bastaban para asumir la solidez del problema. 
El caso es que decidimos hacer la vista gorda e infravalorar los riesgos que supone sobreurbanizar nuestras ciudades y contaminarlas a través del tráfico constante y la deforestación de los espacios naturales. Todo sea por obtener un mayor beneficio.  Sin embargo, olvidamos que somos nosotros mismos lo que habremos de cargar con ese yugo apabullante, que nos consume paulatinamente, al sumergirnos de cabeza en la sociedad del consumo. 

¡Y esto es todo por el día de hoy!
Hasta la próxima,

Ingy

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